La plaza

Yo no te voy a la plaza. Así nomás te lo digo. Primero, porque primero lo primero, es que no te voy porque no tengo ganas. Pero así como te digo eso te digo lo otro. No voy a la plaza porque ya bastante tengo con mis quilombos como para ir y amargarme mientras se me llenan de arena los zapatos. Porque no hay forma de caminar por el arenero sin que se te llenen los zapatos de arena. Salvo que vayas con ojotas. Lo pensé, no te lo voy a negar, pero ponerme ojotas con el traje me parece que no va.

Por otro lado, pensá lo que significa ir a la plaza. Llegás y es enfrentarte a los avatares de la vida misma en una tarde. Ves pasar la vida misma con sus miserias en frente de tus ojos. ¿Y eso para que? Ya bastante tengo con el trabajo en el banco para, encima, ir y amargarme.

Ya desde el vamos pensá esto: llegás y la arena se te mete en los zapatos, haciendo difícil el andar. Caminar se hace pesado, te pican los pies, depende de vos llegar hasta algún lado. Como en la vida. Nada es tan fácil como parece. Decís “voy para allá” y empezás a caminar. Pero el camino se te hace pesado. Ya lo decía mi santa madre: “Caminá porque upa no te voy a hacer”.

Después tenés los juegos, si se pueden llamar así. Esa fábula de “pasarla bien” yo no me la trago, ¿qué querés que te diga? ¿Qué tiene de bueno el sube y baja? Es la puja por el poder corporativo. Así nomás te lo digo. Uno en una punta y el otro en la otra y, para subir, para llegar a lo más alto, otro tiene que bajar. Y si querés mantenerte en lo alto, allá arriba donde nadie puede llegar, el otro se tiene que quedar abajo, agachado, sentado en el piso prácticamente.

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